Furioso, decido
alejarme sin darle explicaciones. Tengo el equipo en el baúl y, aunque sé que
parto tarde para caminar las sierras, con todas las emociones reducidas a un
solo punto de ira, emprendo el viaje. La pasión por pescar truchas la heredé de
mi viejo, él me enseñó a respetarlas como al digno oponente que son, y a
respetarme tomando las debidas precauciones. Hoy falto a sus reglas: no solo llego
al sitio donde acostumbro a dejar el auto sin haber contratado un baqueano,
sino que cuando abro el portaequipaje descubro que no tengo el calzado que
necesito. Lo avanzado del día hace del sol un enemigo y cuando creo haber
llegado, observo que los pozos donde siempre pesco no aparecen. Me perdí. Y el pie derecho está dolorido e hinchado. ¿Una
araña? ¿Una víbora? Siento un cansancio atroz, apenas puedo mantenerme sentado.
Nadie sabe dónde
estoy y, después de la última pelea, a ella seguro no le importa.
De pronto viene a mí un cuento de Quiroga. Al personaje lo muerde una víbora, entonces toma un bote y se deja llevar por un río caudaloso en busca de ayuda. Esta historia, que me conmocionó en la adolescencia, llega ahora sin su título. El hueco en mi memoria quizás se deba a que no estoy en la selva que describe Quiroga, sino apenas en un monte varias veces arrasado.
Me duele la nuca, mucho.
Turquesa de tan celeste, el cielo también me duele.