El cielo se rasga, como si de un
telón viejo se tratase, y algunas partículas ardientes se filtran por ese hueco
pavoroso. Desesperados, corremos hacia ninguna parte. Sin embargo, mientras
todos huimos a la atropellada, una mujer riega los helechos de su balcón como
si nada sucediese. Usted, uno más en la multitud que abarrota la calle, la
señala con índice tembloroso y grita que es una imbécil. Yo la admiro, grito a
mi vez al tiempo que corro. Lo grito, o lo digo en voz baja, o lo pienso,
da igual. El ruido de la estampida aumenta y ensordece.